Corría el año 1966. Yo (Marcos M. Valcárcel) con 14 años y
mi hermano (Jorge L. Valcárcel) con 13. Éramos estudiantes de Percusión del
conservatorio Amadeo Roldán de La Habana.
Mi padre, Marco A. Valcárcel, timpanista de la Orquesta del
Gran Teatro "García Lorca" de La Habana, llegó a casa agitado un sábado por la tarde y nos
dijo que nos bañáramos y vistiéramos
para ir a tocar con él esa noche, el Ballet Giselle.
¿Que QUÉ?!…¿Qué teníamos que tocar esa noche ¿el queeÉ?!
Nos contó que el percusionista que tenía que tocar esa noche junto a él (ni
más ni menos que nuestro maestro Domingo Aragú) había sufrido un accidente y no
podía tocar. Así que teníamos que ir a sustituirlo porque no había podido
conseguir a más nadie.
Nos quedamos con la boca abierta. Era una urgencia de casi
última hora. Nunca habíamos tocado profesionalmente y nunca habíamos ensayado
ese ballet ni ningún otro. Solo teníamos la experiencia de cuando nos llevaba
de niños a ver los ensayos de la orquesta y nos sentaba a su lado en el foso.
¡Y esa noche teníamos que tocar el Bombo y los Platillos! Además el Triángulo y
el Campanólogo…Qué emocionante!
Jóvenes al fin y con la única poca práctica de la orquesta
de la escuela, nos dispusimos, nerviosos pero decididos, a lanzarnos al
precipicio, como si de una hazaña se tratara. Allá fuimos mi hermano y yo, ¡a
la batalla! Esa noche nos convertiríamos en héroes ante nuestros compañeros de
escuela. Eso creíamos…
Llegamos al teatro un poco antes que el resto de los músicos
y nuestro padre, nervioso pero optimista y confiado en sus hijos, nos dio las
mínimas instrucciones necesarias en el foso: miren la manos del director, miren
la batuta, oigan la música, estén atentos a lo que yo les indique, no tengan
miedo que “más vale pecar de valientes que de cobardes”, Uds. son unos
Valcárceles! Los demás músicos, aunque nos conocían de niños, nos miraban con
caras asustadas y decían: Valcárcel! Ay Dios mío! ¿Los muchachos van a tocar el
bombo y los platillos? ¿Sabrán seguir la batuta? Mira que en el ballet hay que
estar muy atentos a los cierres…Valcárcel, tú estás loco! Cómo vas a meter a
estos niños en esto? ¿Chemón*(el director de la orquesta) lo sabe? Y mi padre:
Oye chico!, no hay más nadie, ¿Qué tu quieres que haga? Ya verás cómo ellos lo
hacen bien….y allá fue eso!
¿Alguien puede imaginarse cómo fue eso? Pasó lo que tenía
que pasar. Nos lanzamos a tocar bombazos y platillazos donde eran y también,
como no, donde no eran. De mirar mano nada. Ya bastante teníamos con ver la
partitura y oír a mi padre gritándonos: Prepárense,…ahora! …no, ahí no!…
esperen! …paren, paren!…con mi mano!…mira pa’cá!…mira pa’llá! …ahora sí…espera,
espera! Bueno, hasta creo que tocamos más campanas que las 12 que están
escritas en el inicio del 2º acto. No sé si en algún momento tocamos el pobre
triángulo.
En fin, no sé cómo llegamos al final de la función.
Destrozamos el ballet. Por poco no salimos presos de allí! Los pobres
bailarines locos. Nuestro padre y el pobre Chemón (con toda razón) terminaron
peleados al final de la función. Recuerdo a Maruja Sánchez (concertino)
defendiéndonos por lo amiga que era de mi padre y por defensora de los jóvenes
y de las causas perdidas. ¡La gran Maruja!
Pero para mi hermano Jorge y para mí fue una experiencia
tremenda que nunca olvidamos. Aquel día, a pesar de todo, fuimos más músicos. Y
nuestro padre…feliz y orgulloso!
*El director de la orquesta, Maestro José Ramón Urbay.
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